jueves, 16 de enero de 2025

La primera vez que fui feliz

 Era una tarde de enero de 1967 o 1968. Yo tendría cinco o seis años. Mi madre fue a buscarme al colegio Videira, en el que iniciaba mi aprendizaje.

Nuestra casa distaba 500 pasos del colegio. Yo los había contado, pues ya por entonces me obsesionaban los números. Vivíamos en el barrio del Carmen del distrito de Hortaleza, en la periferia de Madrid.

La casa que mis padres alquilaban para vivir conmigo y mi hermano pequeño era muy humilde. Si bien no se podría llamar chabola, pues era de ladrillo y cemento, sólo constaba de una cocina y una habitación. Esta última pieza la habían construido con sus propias manos los dos hermanos de mi madre, que sabían de albañilería. Yo asistí a esa obra, o recuerdo que asistí. Nuestra casa daba a un patio compartido con otras dos pequeñas viviendas. El patio contenía también una letrina.

Pero me estoy desviando del tema, que era "la primera vez que fui feliz". Aquella tarde soleada de invierno, mi madre me recogió y, junto con otras dos o tres madres y sus niños, caminamos despacio hasta casa. Por alguna razón, que no viene al caso, durante un ratito nos detuvimos en un solar delante de una gran pared blanca.

Y en ese momento fui por primera vez feliz. El calorcito que me llegaba de los rayos del sol reflejados en la pared, la seguridad de encontrarme protegido, la compañía de los amiguitos... Todo ello me hizo caer en la cuenta de que estaba vivo, y de lo bonito que es vivir. Sólo con eso descubrí la felicidad.

Últimamente, ahora que queda menos tiempo del vivido, me suelen asaltar muchos recuerdos de infancia y adolescencia, no todos agradables ni complacientes. Pero las tardes soleadas de invierno sí me llenan el alma de una mezcla de gozo, nostalgia y congoja.

Si no me ve nadie, una lagrimita me sienta muy bien.