El androide no contestó.
Ya está. Así debería haber terminado el cuento. Es corto, eficaz y deja a la imaginación del lector lo suficiente para que emplee un par de minutos en imaginar la escena. Y seguramente en la cabeza de los lectores se representaría algo mucho más interesante y misterioso que lo que pasó en realidad con los putos androides.
Pero, ya veis, alguien me dice muchas veces que tengo una enfermedad que no me permite dejar las cosas a medias. La misma que tenía su santidad Sheldon Cooper, que en gloria esté. Por eso, y por mi obsesión por la "accuracy", no tengo más remedio que terminar de contar los tres episodios con androides que he sufrido en el último mes, no sea que alguien lo tergiverse todo después:
1) El androide no contestó. La pregunta era sencilla: ¿Qué me pasa, doctor? Con esa manía mía de llamar doctor a cualquier cosa que lleve una bata blanca. Porque el androide era una cosa. Es verdad que de cintura para arriba parecía una persona. Pero su medio cuerpo estaba colocado sobre un gordo cilindro de unos cincuenta centímetros de grosor que, a su vez, reposaba sobre un eje horizontal. Este, que brotaba de uno de los rincones del cuarto, podía mover al robot por toda la sala con rapidez y eficacia.
La cara que puso el "doctor" antes de darme la mala noticia era un poema. Pero un poema en pareados surgido de la inspiración de un niño de seis años. Los ojos le seguían brillando como si estuvieran contento, con las cejas arqueadas ridículamente. Sólo la boca intentaba parecer triste, pero a mí me resultó irónica cuando pronunció la palabra maldita.
2) El androide no contestó. Aunque tampoco sabía yo si tenía boca, altavoz o algún mecanismo para interrelacionarse con los humanos. Y lo de llamarlo androide era una convención. Porque, en este caso, debería llamarse pulpoide o algo así. Se trataba de un robot de reluciente metal, que consistía en una barra cilíndrica vertical de unos tres metros de alto y cincuenta centímetros de grosor, terminada en una punta ovoide en su extremo superior, y coronada con una graciosa gorra de policía antiguo. De la parte inferior de la barra surgían ocho tentáculos articulados que se movían con aparente anarquía, pero que, en menos de quince segundos, habían instalado cepos en las cuatro esquinas de mí vehículo. Esta vez la multa iba a ser gorda. No se puede bloquear la entrada de ambulancias de un centro de salud.
3) El androide no contestó. Por mucho que se parezcan a un ser humano, no conviene obligarlos a meterse en la bañera. Les salen chispitas.
Ya está. Así debería haber terminado el cuento. Es corto, eficaz y deja a la imaginación del lector lo suficiente para que emplee un par de minutos en imaginar la escena. Y seguramente en la cabeza de los lectores se representaría algo mucho más interesante y misterioso que lo que pasó en realidad con los putos androides.
Pero, ya veis, alguien me dice muchas veces que tengo una enfermedad que no me permite dejar las cosas a medias. La misma que tenía su santidad Sheldon Cooper, que en gloria esté. Por eso, y por mi obsesión por la "accuracy", no tengo más remedio que terminar de contar los tres episodios con androides que he sufrido en el último mes, no sea que alguien lo tergiverse todo después:
1) El androide no contestó. La pregunta era sencilla: ¿Qué me pasa, doctor? Con esa manía mía de llamar doctor a cualquier cosa que lleve una bata blanca. Porque el androide era una cosa. Es verdad que de cintura para arriba parecía una persona. Pero su medio cuerpo estaba colocado sobre un gordo cilindro de unos cincuenta centímetros de grosor que, a su vez, reposaba sobre un eje horizontal. Este, que brotaba de uno de los rincones del cuarto, podía mover al robot por toda la sala con rapidez y eficacia.
La cara que puso el "doctor" antes de darme la mala noticia era un poema. Pero un poema en pareados surgido de la inspiración de un niño de seis años. Los ojos le seguían brillando como si estuvieran contento, con las cejas arqueadas ridículamente. Sólo la boca intentaba parecer triste, pero a mí me resultó irónica cuando pronunció la palabra maldita.
2) El androide no contestó. Aunque tampoco sabía yo si tenía boca, altavoz o algún mecanismo para interrelacionarse con los humanos. Y lo de llamarlo androide era una convención. Porque, en este caso, debería llamarse pulpoide o algo así. Se trataba de un robot de reluciente metal, que consistía en una barra cilíndrica vertical de unos tres metros de alto y cincuenta centímetros de grosor, terminada en una punta ovoide en su extremo superior, y coronada con una graciosa gorra de policía antiguo. De la parte inferior de la barra surgían ocho tentáculos articulados que se movían con aparente anarquía, pero que, en menos de quince segundos, habían instalado cepos en las cuatro esquinas de mí vehículo. Esta vez la multa iba a ser gorda. No se puede bloquear la entrada de ambulancias de un centro de salud.
3) El androide no contestó. Por mucho que se parezcan a un ser humano, no conviene obligarlos a meterse en la bañera. Les salen chispitas.
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