viernes, 7 de diciembre de 2018

Jugando a románticos

Aquel otoño, mis hermanas y yo aprovechamos la mayoría de las pocas tardes soleadas que tuvo la estación para, tras la merienda, vencer el tedio jugando a románticos. Así lo llamábamos nosotros. Los lugareños nos llamaban los góticos, aunque yo sospecho que a nuestras espaldas nos tildaban de cosas peores.

La primera fase del juego era encontrar la vestimenta adecuada. Para ello subíamos al desván de la torre norte por la escalera de servicio. Allí rebuscábamos en los innumerables arcones y baúles hasta encontrar prendas suficientes para que los tres formásemos un grupo homogéneo y elegante. Así, por ejemplo, recuerdo un lunes en el que yo me vestí con un traje gris perla y chaleco granate, a juego con Laura, que llevaba el vestido de un granate intenso, con sombrerito azul, pero también a juego con Susana, cuyo vestido, azul eléctrico en el cuerpo, se convertía en gris al caer sobre el miriñaque. Guantes, bastones, parasoles y otros aditamentos completaban los atuendos con gracia.

Después, con nuestras vestiduras decimonónicas puestas, salíamos a escondidas por la parte de atrás para encontrarnos con Casiano, a quien habíamos sobornado con unas pocas perras para que tuviera a Lucero limpito y enganchado al carro. Digo a escondidas, pero mamá conocía perfectamente nuestras andanzas y probablemente nos observaba a través de los visillos de la salita rosa.

Y así, al trote, salíamos de la finca para adentrarnos en el bosque hasta llegar al claro. La única concesión a la tecnología de nuestro juego la hacíamos durante el corto viaje. En esos veinte minutos gustábamos de escuchar algún vals en un radiocasete a pilas. Mi favorito era "Cuentos de los bosques de Viena", porque me recordaba una película en la que Johann Strauss conducía un carro como el nuestro mientras componía el vals utilizando los sonidos que escuchaba en el bosque. Era muy fácil cantar a gritos, laráaa, laráaa, laráaa...

Llegábamos al claro un poco antes del anochecer. Dejábamos a Lucero atado a un árbol y nos situábamos en el centro de la pequeña explanada portando el dorado megáfono de director de cine mudo, que era uno de nuestros más preciados tesoros. Entonces, y por turno, con el megáfono bien pegado a la boca, gritábamos el nombre de algún cuento de Edgar Allan Poe.

Así de simple era el juego. Yo cogía el megáfono y empezaba con los más obvios: "¡La caída de la casa Usher!, ¡El gato negro!, ¡La verdad sobre el caso del señor Valdemar! Había que nombrarlos correctamente, no valía decir ¡Ese de la caja y el barco!, había que gritar ¡La caja oblonga! Después, por edad, seguía Laura: ¡El corazón delator!, ¡La máscara de la muerte roja!, ¡Ligeia! Finalmente, Susana voceaba sus preferidos, aquellos en los que aparecía el detective Dupin: ¡Los crímenes de la calle Morgue!, ¡El escarabajo de oro!, ¡La carta robada!

Volvíamos a casa contentos, ya anochecido, tarareando valses a voz en cuello, con hambre y ganas de regresar al claro del bosque.

Con el transcurrir del otoño se nos acababan los relatos de Poe, así que abrimos la mano y permitimos nombrar otros cuentos románticos, como las leyendas de Bécquer: ¡El monte de las ánimas!, ¡El beso!, ¡Miserere! A mí me agradaba gritar algún cuento vampírico: ¡Millarca!, digo ¡Carmilla!, ¡Morella!, ¡El vampiro!, porque sabía que a Susana le daban miedo. Ella gustaba más de otro tipo de cuentos. Aunque no rehuía los temas algo truculentos: ¡El soldado y la muerte!, ¡El zar Saltán!, también le gustaban todavía los cuentos infantiles: ¡El rey de los ratones!, ¡Pinocchio!

Pero todo terminó bruscamente el 7 de diciembre, cuando, aprovechando que ya anochecía antes, se me ocurrió una bromita de las mías. Aquél día les permití a ellas comenzar, reservándome para el final. Cuando llegó mi turno, susurré, pero el susurro se escuchó más lejos que ningún grito que hubiera dado antes: ¡Continuidad de los parques! La desencajada cara de mis hermanas me hizo gracia un momento, pero, desde entonces, me he arrepentido de la broma más que de ninguna otra cosa en mi vida, pues ya nunca más volvimos a jugar a románticos.

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