jueves, 7 de febrero de 2019

El funcionario número 9

Como alcalde vuestro que soy, os debo una explicación. Y esa explicación que os debo os la voy a pagar.

El edificio que alberga el ayuntamiento de mi ciudad tiene un vestíbulo enorme, que hace las veces de patio de luces, con el que se consigue que todas las dependencias, situadas en los laterales de los tres pisos, gocen de iluminación natural durante el día.

Desde mi despacho de la tercera planta puedo yo, asomándome a la ventana que da al vestíbulo o patio de encuentros, ver lo que sucede allí, mientras medito sobre los grandes temas que afectan a la gestión del municipio, al que siempre me refiero como "nuestra gran ciudad".

Todas las mañanas, hacia las ocho y media, me tomo un café mientras miro por mi ventana, con el ayuntamiento a mis pies. Observo entonces cómo los conserjes de la planta baja comienzan con sus rutinas diarias y los ciudadanos más madrugadores acuden a realizar gestiones a nuestro servicio de atención ciudadana. También me fijo en los funcionarios que llegan con retraso y en los políticos de la oposición, que se creen importantes y siempre entran tarde, dándose muchos aires.

Durante dos meses, en primavera, el ayuntamiento acuerda con la cercana delegación de hacienda que sus funcionarios se instalen en nuestro patio de encuentros para confeccionar las declaraciones de la renta a los habitantes de nuestra gran ciudad. Colocan dos largas filas de mesas cerca de las paredes laterales del vestíbulo, en las que instalan entre quince y veinte puestos de trabajo para atender a los ciudadanos que acuden, mediante cita previa, al ritual del IRPF.

Este año se instalaron dieciséis puestos con su ordenador y su impresora, como siempre, pero se había producido un relevo generacional entre el funcionariado de Hacienda. La mayoría de los nuevos empleados públicos que aparecieron por nuestro vestíbulo eran bastante jóvenes. Sobre todo se trataba de chicas que, desde las ocho y media y hasta las nueve, cuando abrían sus puestos, se reunían en corrillos y alegraban con sus risas las mañanas de mayo.

Todos parecían joviales menos uno. El funcionario que ocupaba el puesto número 9 no era mucho mayor que el resto. Frisaría los 40. Pero siempre estaba solo. Desde arriba podía ver yo su reluciente calva situada frente al ordenador, con su jersey de rayas horizontales, unos días rojas y verdes, otro día azules y grises. En los quince primeros días de la campaña de hacienda no lo vi hablar con ninguno de sus compañeros.

Pero quién iba a pensar que, en el decimosexto día, el funcionario número 9 iba a perpetrar tamaña carnicería.

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