viernes, 24 de abril de 2020

De cómo la sociedad me dio una vida

Hoy, el día en que cumplo setenta años y en el que accedo a la jubilación de mi puesto de magistrado en el Tribunal Superior de Justicia de Madrid, me ha sido revelado. Podría decir que me lo olía, pero sería mentir, pues no había sospechado nunca nada, aunque me han pasado ciertas cosas poco comunes, como no haber suspendido un examen en toda mi vida.

Según me cuentan, todo empezó en primero de primaria, con la corrección de un dictado. Ese día fue la primera y última vez que hice trampas en mis estudios. El profesor escribió en la pizarra lo que nos acababa de dictar, y yo tenía todo perfecto, menos la tilde sobre una i. Decidí entonces añadirla disimuladamente. Cuando Don Alfonso preguntó, yo era el único que no había fallado, así que me hizo levantar y me puso como ejemplo al resto de la clase.

En realidad, y gracias al dictado, que había sido preparado al efecto por el Ministerio de Educación, mi maestro pudo comprobar que yo era una persona distinta a las demás. Es decir, que no poseía todas las capacidades del ser humano común. Casi todas las palabras que designan a alguien como yo suenan despectivas. Por eso nos llaman personas especiales.

Desde entonces, la sociedad me ha cuidado y ha encaminado mis pasos. Seguí mis estudios como todo el mundo, hasta graduarme en la universidad, como todo el mundo. Opté por el empleo público en el mundo jurídico y, tras preparar oposiciones, obtuve mi primer puesto en un juzgado de provincias, como todos los jueces novatos. Me casé y tuve hijos, como todo el mundo. Mi carrera profesional continuó en ascenso hasta la jubilación.

Y en todos mis pasos he sido tutelado sin que yo notara nada. Muchos de los que yo creía ayudantes eran trabajadores que hacían que mi vida se pareciera a la de los demás, sugiriéndome soluciones que yo creía haber encontrado solito, corrigiendo mis errores con sutileza o adecuando los problemas que se me planteaban a mis capacidades. Sin embargo (también me acaban de informar de esto), todo lo he conseguido gracias a mi esfuerzo. Si no hubiese estudiado tanto, si no hubiese trabajado con ahínco, no habría logrado llegar hasta aquí. Habría tenido otra profesión, pero no habría podido acceder a la judicatura adaptada.

Nuestra bendita comunidad, además de cuidar de todos sus individuos, sin excepción, también es completamente transparente. Por ello, si durante mi vida activa no convenía que conociese mi condición, porque me podría sentir frustrado, al llegar mi senectud la ley obliga a que se me informe, y así se ha hecho. A partir de ahora disfrutaré de mis días dorados sabiendo que no poseo las habilidades medias de mis congéneres. Sin embargo, gracias a las competencias que se me proporcionaron, mi retiro será sosegado y feliz.

¡Gracias, compatriotas!

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