miércoles, 19 de diciembre de 2018

Siete lugares de un viaje a Úbeda

El primer fin de semana de diciembre de 2018 visitamos Úbeda y Baeza, las dos últimas ciudades españolas patrimonio de la humanidad en las que no habíamos estado. Mereció la pena. Aquí dejo mi experiencia, como siempre, sólo de lo que toqué con mis manos y vi con mis ojos.
1. Úbeda. Llegamos de noche a la Plaza de Andalucía, donde, en la torre del reloj, encargamos ya visitas guiadas a Úbeda y Baeza. El pueblo es tranquilo y tiene bonitas calles por donde pasear, como la calle del Rastro. Es imprescindible la visita a la sinagoga del agua, un edificio del siglo XIII que fue encontrado al hacer unas obras y en el que puedes ver cómo vivían los judíos en la Edad Media. También aprenderás lo que significa "tirar de la manta" y "que te den morcilla". Las intrincadas callecitas de la parte antigua de Úbeda te retrotraen a aquellos tiempos. Conviene subir a alguno de los miradores que tiene la ciudad, como la torre de los caballeros, para observar desde allí los famosos "cerros de Úbeda". Visitamos también la casa de las torres, que tiene una leyenda de fantasmas, así como las numerosas iglesias, conventos y palacios que salpican toda la ciudad. También aprendimos que en estas calles se asestó la primera "puñalada trapera".
2. Hotel El Postigo. Elegimos para hospedarnos este cuco hotel que se encuentra en el corazón del centro histórico de la ciudad, aunque esta es lo suficientemente pequeña como para recorrerla toda a pie. Con una decoración sobria, mantiene un ambiente relajado, al que contribuye un salón con chimenea. El desayuno es bueno, aunque no excelente, el zumo es de cartón y no hay bacon ni huevos, pero sí tortilla de patatas. Falla que no tiene parking, aunque sus clientes tienen descuento en algún aparcamiento público.
3. Calle Real. Esta calle, que atraviesa el casco histórico, está repleta de bares y tiendas instalados en edificios de arquitectura antigua, que te permiten imaginar cómo era la Úbeda medieval. Es el mejor lugar para picar algo. En todos los sitios te ponen una tapita con la caña, algunas muy elaboradas. Arriba de la calle (en realidad en una plaza anexa), se encuentra La Imprenta, un restaurante y bar bastante fino. Si sigues bajando puedes entrar en La Bodega de Úbeda, donde también dan buenas tapas y donde probé los ochíos, que son unos bollitos rellenos de morcilla, muy ricos, pero demasiado fuertes para la cena. Si seguimos bajando, en el Restaurante Antique, más elegante, probamos un tomate con aceite buenísimo. Fuera ya de la Calle Real, en la Plaza Primero de Mayo no pudimos entrar en Misa de Doce, porque estaba siempre llenísimo, pero en Moss nos comimos un buen revuelto de setas.
4. Plaza Vázquez de Molina. En esta exuberante y enorme plaza renacentista comenzamos la visita guiada a la ciudad, empezando por la Capilla del Salvador, que en realidad es un enorme mausoleo para la tumba de un secretario de Carlos V, Francisco de los Cobos, que pensaba que gastando dinero iría al cielo. La verdad es que ver el interior, aunque es muy recargado, merece la pena, incluida la sacristía. Fue construida, como los mejores edificios de la ciudad, por un personaje que tiene su propia estatua en la plaza, el arquitecto Vandelvira. El Parador de Turismo, que fue la casa de un Deán, también es muy interesante y se puede pasar al patio, al igual que al del Ayuntamiento, que es el que tiene cadenas en la puerta. Enfrente de este último hay unos jardines con flores preciosas y la Iglesia de Santa María, edificada sobre una antigua mezquita, a cuyo costado podemos encontrar el antiguo pósito, que ahora es la comisaría de policía.
5. Calle Obispo Cobos. De la plaza de Andalucía parte la Calle Mesones, que después se llama Obispo Cobos, aunque muchos la llaman la calle de las tiendas. Estas calles forman el centro comercial abierto de Úbeda, pues encontramos en ellas multitud de comercios. Son ideales para pasear y ver escaparates. Al final de la calle encontramos el impresionante Hospital de Santiago, monumento nacional renacentista del arquitecto Vandelvira, que en la actualidad es un centro cultural y que tiene dos hermosas torres. Hay que pasar dentro para observar el gran patio central y ver las escaleras y las columnas de mármol.
6. Baeza. A diez kilómetros de Úbeda encontramos el pueblo con el que comparte la condición de patrimonio de la humanidad. Comenzamos nuestra visita en la Plaza de los Leones, donde está la fuente que le da nombre (que en realidad tiene dos leones y dos caballos), el arco de Villalar de los Comuneros y la antigua carnicería, que ahora son los juzgados. Continuamos por el intrincado casco histórico para ver la Plaza de Santa María, con su fuente, su universidad y su iglesia, en la que subimos los 170 escalones de su torre. Después entramos en la antigua universidad y nos sentamos en el aula donde dio clase Antonio Machado. Finalmente, y atravesando la plaza de la Constitución fuimos a ver la fachada plateresca del Ayuntamiento, frente a la cual está la casa del poeta, en la que no se puede entrar. Una ciudad muy renacentista pero muy acogedora.
7. Linares. Ya de vuelta a la meseta, una parada en Linares, cuna de algunos de nuestros ancestros. Primero entramos al antiguo pósito, que contiene ahora entre otros servicios una oficina de turismo, donde nos atendieron divinamente. Desde allí, un paseíto hasta el Hospital de los Marqueses de Linares, un impresionante edificio neogótico que sirvió en su día para curar a los mineros. Se puede visitar por un precio baratito el mausoleo de los marqueses y la capilla, así como una exposición de cachivaches médicos antiguos. Después, un paseo por el Pasaje del Comercio, lleno de tiendas, y la Corredera de San Marcos, para llegar al Paseo de la Virgen de Linarejos, un espectacular bulevar en el que decidimos aprovechar la ruta de la tapa que se celebraba. Comenzamos en el Nuevo Patio El Rubio, donde la tapa que llamaban "papas en cardo" estaba buena, pero mucho mejor era la manita de cerdo rellena de rabo de toro del bar-restaurante Linarejos, aunque se hizo esperar. Muy bueno y curradísimo el saquito de otoño de los Salones Orzaes. Con el estómago lleno y llorando por no poder comer más tapas nos despedimos de la provincia de Jaén.

viernes, 7 de diciembre de 2018

Jugando a románticos

Aquel otoño, mis hermanas y yo aprovechamos la mayoría de las pocas tardes soleadas que tuvo la estación para, tras la merienda, vencer el tedio jugando a románticos. Así lo llamábamos nosotros. Los lugareños nos llamaban los góticos, aunque yo sospecho que a nuestras espaldas nos tildaban de cosas peores.

La primera fase del juego era encontrar la vestimenta adecuada. Para ello subíamos al desván de la torre norte por la escalera de servicio. Allí rebuscábamos en los innumerables arcones y baúles hasta encontrar prendas suficientes para que los tres formásemos un grupo homogéneo y elegante. Así, por ejemplo, recuerdo un lunes en el que yo me vestí con un traje gris perla y chaleco granate, a juego con Laura, que llevaba el vestido de un granate intenso, con sombrerito azul, pero también a juego con Susana, cuyo vestido, azul eléctrico en el cuerpo, se convertía en gris al caer sobre el miriñaque. Guantes, bastones, parasoles y otros aditamentos completaban los atuendos con gracia.

Después, con nuestras vestiduras decimonónicas puestas, salíamos a escondidas por la parte de atrás para encontrarnos con Casiano, a quien habíamos sobornado con unas pocas perras para que tuviera a Lucero limpito y enganchado al carro. Digo a escondidas, pero mamá conocía perfectamente nuestras andanzas y probablemente nos observaba a través de los visillos de la salita rosa.

Y así, al trote, salíamos de la finca para adentrarnos en el bosque hasta llegar al claro. La única concesión a la tecnología de nuestro juego la hacíamos durante el corto viaje. En esos veinte minutos gustábamos de escuchar algún vals en un radiocasete a pilas. Mi favorito era "Cuentos de los bosques de Viena", porque me recordaba una película en la que Johann Strauss conducía un carro como el nuestro mientras componía el vals utilizando los sonidos que escuchaba en el bosque. Era muy fácil cantar a gritos, laráaa, laráaa, laráaa...

Llegábamos al claro un poco antes del anochecer. Dejábamos a Lucero atado a un árbol y nos situábamos en el centro de la pequeña explanada portando el dorado megáfono de director de cine mudo, que era uno de nuestros más preciados tesoros. Entonces, y por turno, con el megáfono bien pegado a la boca, gritábamos el nombre de algún cuento de Edgar Allan Poe.

Así de simple era el juego. Yo cogía el megáfono y empezaba con los más obvios: "¡La caída de la casa Usher!, ¡El gato negro!, ¡La verdad sobre el caso del señor Valdemar! Había que nombrarlos correctamente, no valía decir ¡Ese de la caja y el barco!, había que gritar ¡La caja oblonga! Después, por edad, seguía Laura: ¡El corazón delator!, ¡La máscara de la muerte roja!, ¡Ligeia! Finalmente, Susana voceaba sus preferidos, aquellos en los que aparecía el detective Dupin: ¡Los crímenes de la calle Morgue!, ¡El escarabajo de oro!, ¡La carta robada!

Volvíamos a casa contentos, ya anochecido, tarareando valses a voz en cuello, con hambre y ganas de regresar al claro del bosque.

Con el transcurrir del otoño se nos acababan los relatos de Poe, así que abrimos la mano y permitimos nombrar otros cuentos románticos, como las leyendas de Bécquer: ¡El monte de las ánimas!, ¡El beso!, ¡Miserere! A mí me agradaba gritar algún cuento vampírico: ¡Millarca!, digo ¡Carmilla!, ¡Morella!, ¡El vampiro!, porque sabía que a Susana le daban miedo. Ella gustaba más de otro tipo de cuentos. Aunque no rehuía los temas algo truculentos: ¡El soldado y la muerte!, ¡El zar Saltán!, también le gustaban todavía los cuentos infantiles: ¡El rey de los ratones!, ¡Pinocchio!

Pero todo terminó bruscamente el 7 de diciembre, cuando, aprovechando que ya anochecía antes, se me ocurrió una bromita de las mías. Aquél día les permití a ellas comenzar, reservándome para el final. Cuando llegó mi turno, susurré, pero el susurro se escuchó más lejos que ningún grito que hubiera dado antes: ¡Continuidad de los parques! La desencajada cara de mis hermanas me hizo gracia un momento, pero, desde entonces, me he arrepentido de la broma más que de ninguna otra cosa en mi vida, pues ya nunca más volvimos a jugar a románticos.