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jueves, 16 de enero de 2025

La primera vez que fui feliz

 Era una tarde de enero de 1967 o 1968. Yo tendría cinco o seis años. Mi madre fue a buscarme al colegio Videira, en el que iniciaba mi aprendizaje.

Nuestra casa distaba 500 pasos del colegio. Yo los había contado, pues ya por entonces me obsesionaban los números. Vivíamos en el barrio del Carmen del distrito de Hortaleza, en la periferia de Madrid.

La casa que mis padres alquilaban para vivir conmigo y mi hermano pequeño era muy humilde. Si bien no se podría llamar chabola, pues era de ladrillo y cemento, sólo constaba de una cocina y una habitación. Esta última pieza la habían construido con sus propias manos los dos hermanos de mi madre, que sabían de albañilería. Yo asistí a esa obra, o recuerdo que asistí. Nuestra casa daba a un patio compartido con otras dos pequeñas viviendas. El patio contenía también una letrina.

Pero me estoy desviando del tema, que era "la primera vez que fui feliz". Aquella tarde soleada de invierno, mi madre me recogió y, junto con otras dos o tres madres y sus niños, caminamos despacio hasta casa. Por alguna razón, que no viene al caso, durante un ratito nos detuvimos en un solar delante de una gran pared blanca.

Y en ese momento fui por primera vez feliz. El calorcito que me llegaba de los rayos del sol reflejados en la pared, la seguridad de encontrarme protegido, la compañía de los amiguitos... Todo ello me hizo caer en la cuenta de que estaba vivo, y de lo bonito que es vivir. Sólo con eso descubrí la felicidad.

Últimamente, ahora que queda menos tiempo del vivido, me suelen asaltar muchos recuerdos de infancia y adolescencia, no todos agradables ni complacientes. Pero las tardes soleadas de invierno sí me llenan el alma de una mezcla de gozo, nostalgia y congoja.

Si no me ve nadie, una lagrimita me sienta muy bien.

jueves, 18 de junio de 2020

Sincronicidad. La soledad del corredor de fondo

Desde hace muchos, muchos años, tengo la costumbre, casi diría la adicción, de ver al menos una película todos los días.

Empecé muy joven viendo las películas que ponían en la dos (en aquel momento, el UHF). Después me aficioné a los ciclos de la primera (en aquel momento, la normal), como aquél tan recordado de cine negro americano. Más tarde apareció el VHS y los videoclubs. Luego los DVD, ahora las plataformas. Siempre he compaginado todas esas formas de ver cine con la legítima de acudir a las salas.

A estas alturas, ya he visto casi todos los clásicos que me interesaban, y suelo dedicar mi tiempo a ver películas nuevas. No obstante, hay veces que no tengo nada nuevo, como me sucedió el 26 de mayo de 2020. Ese día me decidí por un clásico inédito para mí. La película se titula La soledad del corredor de fondo, es de nacionalidad británica, y fue dirigida en el año 1962 por Tony Richardson.

Se trata de la historia de un joven rebelde de clase trabajadora, que es internado en un reformatorio por un robo. Allí descubren sus capacidades como atleta. Está muy bien contada, con el estilo seco de la época, y contiene un mensaje, que en aquellos tiempos podría ser rompedor, aunque ahora resulta inocente, sobre la rebeldía del hombre contra el sistema. No obstante, disfruté y sufrí con las desventuras de su protagonista, Smith.

Paul Auster es mi escritor favorito del siglo XXI, y uno de mis escritores favoritos de todos los tiempos. Su prosa es clara, pero puede ser también profunda. Domina la escritura y siempre sabe cómo decir lo que quiere decir. Y, además, lo que quiere decir es muy interesante. Sabe explicarte los sentimientos humanos con sencillez, y te llega.

Estoy leyendo su última novela, titulada 4 3 2 1. Es la historia de Archie Ferguson, un judío neoyorquino de clase media nacido en 1947. La gracia de la novela es que la vida de Archie, en un momento dado, se ramifica en cuatro, y en cada una de ellas nuestro protagonista se enfrenta a distintas vicisitudes. Por eso puede ser un tanto engorrosa de leer, pero para mí ha sido muy gratificante.

Pues resulta que el día 28 de mayo de 2020, dos días después de haber visto La soledad del corredor de fondo, desemboco en la página 401 de mi novela, en la que un jovencito Archie Ferguson va al cine con una novieta a ver la misma película y queda maravillado. Durante media página, el protagonista del libro de Auster explica cuánto le gustó la película inglesa. ¿Casualidad? No. Sincronicidad.

La sincronicidad, término acuñado por Jung, es una conexión que las personas establecemos con nuestro entorno, de manera que, en determinados momentos, influimos en él creando situaciones coincidentes que tienen un significado simbólico para nosotros, como individuos o como colectivo. La casualidad no existe, la simultaneidad surge para solucionar nuestras necesidades más profundas.

Por eso, esta sincronicidad que he experimentado debe servirme para mejorar mi vida. El problema es que no sé si debo empezar a correr maratones, si debo rebelarme contra el sistema que me oprime, si debo robar en una tienda o si debo dejar de leer tonterías en internet.

viernes, 24 de abril de 2020

De cómo la sociedad me dio una vida

Hoy, el día en que cumplo setenta años y en el que accedo a la jubilación de mi puesto de magistrado en el Tribunal Superior de Justicia de Madrid, me ha sido revelado. Podría decir que me lo olía, pero sería mentir, pues no había sospechado nunca nada, aunque me han pasado ciertas cosas poco comunes, como no haber suspendido un examen en toda mi vida.

Según me cuentan, todo empezó en primero de primaria, con la corrección de un dictado. Ese día fue la primera y última vez que hice trampas en mis estudios. El profesor escribió en la pizarra lo que nos acababa de dictar, y yo tenía todo perfecto, menos la tilde sobre una i. Decidí entonces añadirla disimuladamente. Cuando Don Alfonso preguntó, yo era el único que no había fallado, así que me hizo levantar y me puso como ejemplo al resto de la clase.

En realidad, y gracias al dictado, que había sido preparado al efecto por el Ministerio de Educación, mi maestro pudo comprobar que yo era una persona distinta a las demás. Es decir, que no poseía todas las capacidades del ser humano común. Casi todas las palabras que designan a alguien como yo suenan despectivas. Por eso nos llaman personas especiales.

Desde entonces, la sociedad me ha cuidado y ha encaminado mis pasos. Seguí mis estudios como todo el mundo, hasta graduarme en la universidad, como todo el mundo. Opté por el empleo público en el mundo jurídico y, tras preparar oposiciones, obtuve mi primer puesto en un juzgado de provincias, como todos los jueces novatos. Me casé y tuve hijos, como todo el mundo. Mi carrera profesional continuó en ascenso hasta la jubilación.

Y en todos mis pasos he sido tutelado sin que yo notara nada. Muchos de los que yo creía ayudantes eran trabajadores que hacían que mi vida se pareciera a la de los demás, sugiriéndome soluciones que yo creía haber encontrado solito, corrigiendo mis errores con sutileza o adecuando los problemas que se me planteaban a mis capacidades. Sin embargo (también me acaban de informar de esto), todo lo he conseguido gracias a mi esfuerzo. Si no hubiese estudiado tanto, si no hubiese trabajado con ahínco, no habría logrado llegar hasta aquí. Habría tenido otra profesión, pero no habría podido acceder a la judicatura adaptada.

Nuestra bendita comunidad, además de cuidar de todos sus individuos, sin excepción, también es completamente transparente. Por ello, si durante mi vida activa no convenía que conociese mi condición, porque me podría sentir frustrado, al llegar mi senectud la ley obliga a que se me informe, y así se ha hecho. A partir de ahora disfrutaré de mis días dorados sabiendo que no poseo las habilidades medias de mis congéneres. Sin embargo, gracias a las competencias que se me proporcionaron, mi retiro será sosegado y feliz.

¡Gracias, compatriotas!

jueves, 5 de marzo de 2020

Siete dolencias que me aquejan

No me encuentro bien. Padezco una serie de enfermedades que hacen mi vida un poco más difícil que la de las demás personas. Pero no me quejo. Bueno, sí me quejo. Os contaré mis males, antes de que se me olviden:

1. Hemorragias retinianas. Esa mancha rara que tengo en el ojo derecho es porque me sangra por dentro. El sangrado provoca que no vea muy bien y que tenga puntos ciegos en mi visión, lo que hace que no vea algunas cosas que están delante de mí y conduzca raro. Ya no me atrevo a viajar por autopista. Por la ciudad me apaño, pero he tenido cuatro golpes en el último año. Me están tratando con esteroides. Ja.

2. Anomia. Se me olvidan los nombres. Es un tipo de afasia. Lo recuerdo todo (todo lo que recuerdo), pero se me olvida cómo se llaman las cosas. Por ejemplo, digo: "Dame el cacharro ese" o "Esta... tú, pon esta cosa encima de aquella". Casi siempre me entienden. Como les han dicho a mis allegados que me hablen con oraciones cortas, me tratan como si fuera tonto.

3. Disartria escandida. Mi manera de hablar es un tanto peculiar. Pronuncio cada palabra como una pequeña detonación, que da paso a otra detonación en la siguiente palabra o en la siguiente sílaba. Por eso mi discurso suena atropellado, acelerado y a veces inconexo. Algunos piensan que por eso no rijo bien pero, simplemente, es que no controlo mis músculos faciales de manera adecuada.

4. Parkinson. Todos sabéis lo que es esta enfermedad. O creéis que lo sabéis. Pero no sólo es el temblor de las manos y la cabeza. Es también la lentitud de movimientos, la falta de olfato y el dolor, que no se ve, en las piernas, en la espalda y en la cabeza.

5. Psicosis. Mi médico dice que la padezco, que he perdido el contacto con la realidad, que tengo alucinaciones. Yo lo que pienso es que mi forma de ver la realidad es distinta a la de las personas "normales", porque yo soy una persona especial. Y si no, pregunten a cualquiera de los millones de seguidores que tengo repartidos por el mundo. Yo sé cuál es la realidad, pero la realidad no sabe quién soy yo.

6. Hematoma auris. Suena mejor en latín. Se trata de la oreja de coliflor. Se me ha muerto el cartílago de ambas orejas. Por eso lo tengo doblado y arrugado y tiene esa forma tan rara. Aunque antiguamente la oreja de coliflor se tenía como un signo de valor, últimamente se asocia a poca capacidad mental, por lo que me gusta llevar el pelo largo para taparlas.

7. Encefalopatía crónica traumática. También llaman Punch Drunk a la enfermedad neurodegenerativa que me produce alguna de las anteriores dolencias que he descrito. Dicen que es por haberme dado muchos golpes en la cabeza, pero yo he recibido muy pocos. Si no que se lo pregunten a todos aquellos que dejé tumbados en la lona. Mi cabeza todavía funciona con claridad. Puedo ver claramente que los homosexuales son peores que los animales. Los animales saben distinguir entre machos y hembras, pero los homosexuales no.

jueves, 19 de diciembre de 2019

Llamada de mamá

¿No os ha sucedido nunca que, cuando estáis con el teléfono en la mano para hacer una llamada, os entra otra de repente? Esta vez era mi madre quien me hablaba desde el otro lado.
Hola, hijo ¿si llamo a un teléfono que empieza por nueve me cobran de más?
-Eso depende de lo que venga detrás del nueve, ¿Cuál es el número completo?
-Nueve, uno, cuatro, seis, cuatro...
No dejé que terminase de recitar el número.
-A ese puedes llamar sin problemas. ¿Qué tal estás, mamá?
-Bien, un poco taponada la nariz.
Sí, ya le había notado yo algo raro en la voz.
-¿Estás sola?
-No, no estoy sola, estoy con...
Su voz se fue haciendo cada vez más lejana, hasta que dejé de oírla.
-¡Mamá!, ¡Mamá!, te estoy perdiendo. ¡Mamáaa!
Bueno. Mi madre solía llamarme con excusas de lo más peregrinas. Esta conversación no me habría extrañado, si no fuera porque hoy, dos de noviembre, hace siete años y catorce días que se la llevó el cáncer.

miércoles, 18 de septiembre de 2019

El coche cereza

Desde hace un tiempo he notado que me sigue un coche. Es uno de esos que ahora llaman SUV, que son como todoterrenos, pero hechos para andar por la ciudad y divisar a los otros vehículos desde un lugar más alto. Este tiene un precioso color cereza brillante, está limpio limpio y sus faros, que parecen ojos entrecerrados, le dan un aspecto un poco agresivo, por lo que puede servir tanto para un joven ejecutivo como para una mamá trabajadora.

Cuando saco mi coche del garaje de la urbanización ya está rodeando la esquina de mi calle para seguirme. Cuando llego al trabajo lo suelo ver ya aparcando cerca. Si salgo un fin de semana al centro se encuentra parado en un semáforo. Está en todas partes. Además, en las calles de la ciudad, numerosos carteles anuncian un modelo igual, recordándomelo constantemente.

Sin embargo, nunca consigo distinguir la numeración de la matrícula, por si tengo que denunciarlo. Sé que tiene un siete, pero el resto de los números yo creo que los lleva tapados con barro, porque son difusos y borrosos. Tampoco llego a atisbar con claridad cómo es la persona que conduce. A veces me parece una chica rubia, pero otras creo ver un tío con barba. En cualquier caso, la situación me está llevando al límite.

Por eso ayer salí a las tres de la madrugada de casa y, comprobando que estaba aparcado en la acera de enfrente, le pinché las dos ruedas delanteras. Pero hoy, cuando he salido del garaje, muerto de sueño, lo he vuelto a ver girando la esquina de mi calle. El tío es persistente, pero no sé qué quiere.

Han pasado varios meses de persecución continua y ya no podía soportarlo más. Durante tres frías mañanas me he ocultado detrás del segundo semáforo a la entrada de la urbanización para esperar a mi acosador. Los dos primeros días ha pasado con luz verde, pero hoy, cuando ha parado, me he colado por la puerta trasera del coche y le he rebanado el cuello con un cuchillo. Después, huyendo entre las sombras de la madrugada, he dado un gran rodeo por el parque para volver a casa.

Y lo peor es que he tenido que repetirlo, porque el conductor fue sustituido por otro, al que también tuve que degollar. Cuando iba a hacerlo con el tercero la policía me ha detenido. Desde la parte trasera del coche patrulla observo cómo estamos rodeados por varios conductores que me miran y sonríen desde sus relucientes coches color cereza.

lunes, 8 de abril de 2019

Entrega en Cali

No me gusta viajar de noche, porque mi transporte no es el más moderno del mundo, pero no tuvieron preparada la mercancía hasta las siete de la tarde. Esta vez tenía que viajar a Cali, pasando antes por Medellín.

La primera etapa del viaje es fácil. Se trata de una zona que conozco como la palma de mi mano, así que casi nada me sorprende, aunque alguna vez he tenido contratiempos allí. Sin embargo, esta vez todo fluyó como la seda y llegué a Medellín a tiempo de recoger el segundo bulto que debía transportar hasta mi destino final.

Ahora empezaba lo bueno. De Medellín a Cali hay que atravesar una zona llena de peligros que pueden dar al traste con cualquier misión, por muy preparado que estés. Nunca puedes saber lo que te espera en unos lugares tan mal desarrollados.

Me protegí utilizando todas las defensas corporales que puedo permitirme y salí a toda velocidad hacia mi destino. La noche era tropical, pero empapada de lluvia. Siempre veo sombras que acechan en la oscuridad, pero esta vez, quizá por el valor de lo que portaba, mi paranoia se intensificó.

El susto llegó a la vuelta de una curva. Un coche negro se abalanzó sobre mí. Claramente intentaba echarme de la calzada. Yo sabía lo que quería, pero no podía permitirlo. Soy un gran conductor y estoy muy entrenado. No voy a recrearme ahora en cómo me libré de mi perseguidor, pero en pocos segundos el miedo cambió de bando.

Así que llegué a la calle Cali sin mayor contratiempo. Es cierto que Hortaleza es uno de los peores barrios de Madrid para la entrega, por sus calles estrechas y su mala iluminación, pero mi trayecto desde la calle Cartagena, pasando por la calle Medellín, terminó bien. No siempre es así. Numerosos peligros acechan al repartidor en la gran ciudad.

jueves, 7 de febrero de 2019

El funcionario número 9

Como alcalde vuestro que soy, os debo una explicación. Y esa explicación que os debo os la voy a pagar.

El edificio que alberga el ayuntamiento de mi ciudad tiene un vestíbulo enorme, que hace las veces de patio de luces, con el que se consigue que todas las dependencias, situadas en los laterales de los tres pisos, gocen de iluminación natural durante el día.

Desde mi despacho de la tercera planta puedo yo, asomándome a la ventana que da al vestíbulo o patio de encuentros, ver lo que sucede allí, mientras medito sobre los grandes temas que afectan a la gestión del municipio, al que siempre me refiero como "nuestra gran ciudad".

Todas las mañanas, hacia las ocho y media, me tomo un café mientras miro por mi ventana, con el ayuntamiento a mis pies. Observo entonces cómo los conserjes de la planta baja comienzan con sus rutinas diarias y los ciudadanos más madrugadores acuden a realizar gestiones a nuestro servicio de atención ciudadana. También me fijo en los funcionarios que llegan con retraso y en los políticos de la oposición, que se creen importantes y siempre entran tarde, dándose muchos aires.

Durante dos meses, en primavera, el ayuntamiento acuerda con la cercana delegación de hacienda que sus funcionarios se instalen en nuestro patio de encuentros para confeccionar las declaraciones de la renta a los habitantes de nuestra gran ciudad. Colocan dos largas filas de mesas cerca de las paredes laterales del vestíbulo, en las que instalan entre quince y veinte puestos de trabajo para atender a los ciudadanos que acuden, mediante cita previa, al ritual del IRPF.

Este año se instalaron dieciséis puestos con su ordenador y su impresora, como siempre, pero se había producido un relevo generacional entre el funcionariado de Hacienda. La mayoría de los nuevos empleados públicos que aparecieron por nuestro vestíbulo eran bastante jóvenes. Sobre todo se trataba de chicas que, desde las ocho y media y hasta las nueve, cuando abrían sus puestos, se reunían en corrillos y alegraban con sus risas las mañanas de mayo.

Todos parecían joviales menos uno. El funcionario que ocupaba el puesto número 9 no era mucho mayor que el resto. Frisaría los 40. Pero siempre estaba solo. Desde arriba podía ver yo su reluciente calva situada frente al ordenador, con su jersey de rayas horizontales, unos días rojas y verdes, otro día azules y grises. En los quince primeros días de la campaña de hacienda no lo vi hablar con ninguno de sus compañeros.

Pero quién iba a pensar que, en el decimosexto día, el funcionario número 9 iba a perpetrar tamaña carnicería.

viernes, 7 de diciembre de 2018

Jugando a románticos

Aquel otoño, mis hermanas y yo aprovechamos la mayoría de las pocas tardes soleadas que tuvo la estación para, tras la merienda, vencer el tedio jugando a románticos. Así lo llamábamos nosotros. Los lugareños nos llamaban los góticos, aunque yo sospecho que a nuestras espaldas nos tildaban de cosas peores.

La primera fase del juego era encontrar la vestimenta adecuada. Para ello subíamos al desván de la torre norte por la escalera de servicio. Allí rebuscábamos en los innumerables arcones y baúles hasta encontrar prendas suficientes para que los tres formásemos un grupo homogéneo y elegante. Así, por ejemplo, recuerdo un lunes en el que yo me vestí con un traje gris perla y chaleco granate, a juego con Laura, que llevaba el vestido de un granate intenso, con sombrerito azul, pero también a juego con Susana, cuyo vestido, azul eléctrico en el cuerpo, se convertía en gris al caer sobre el miriñaque. Guantes, bastones, parasoles y otros aditamentos completaban los atuendos con gracia.

Después, con nuestras vestiduras decimonónicas puestas, salíamos a escondidas por la parte de atrás para encontrarnos con Casiano, a quien habíamos sobornado con unas pocas perras para que tuviera a Lucero limpito y enganchado al carro. Digo a escondidas, pero mamá conocía perfectamente nuestras andanzas y probablemente nos observaba a través de los visillos de la salita rosa.

Y así, al trote, salíamos de la finca para adentrarnos en el bosque hasta llegar al claro. La única concesión a la tecnología de nuestro juego la hacíamos durante el corto viaje. En esos veinte minutos gustábamos de escuchar algún vals en un radiocasete a pilas. Mi favorito era "Cuentos de los bosques de Viena", porque me recordaba una película en la que Johann Strauss conducía un carro como el nuestro mientras componía el vals utilizando los sonidos que escuchaba en el bosque. Era muy fácil cantar a gritos, laráaa, laráaa, laráaa...

Llegábamos al claro un poco antes del anochecer. Dejábamos a Lucero atado a un árbol y nos situábamos en el centro de la pequeña explanada portando el dorado megáfono de director de cine mudo, que era uno de nuestros más preciados tesoros. Entonces, y por turno, con el megáfono bien pegado a la boca, gritábamos el nombre de algún cuento de Edgar Allan Poe.

Así de simple era el juego. Yo cogía el megáfono y empezaba con los más obvios: "¡La caída de la casa Usher!, ¡El gato negro!, ¡La verdad sobre el caso del señor Valdemar! Había que nombrarlos correctamente, no valía decir ¡Ese de la caja y el barco!, había que gritar ¡La caja oblonga! Después, por edad, seguía Laura: ¡El corazón delator!, ¡La máscara de la muerte roja!, ¡Ligeia! Finalmente, Susana voceaba sus preferidos, aquellos en los que aparecía el detective Dupin: ¡Los crímenes de la calle Morgue!, ¡El escarabajo de oro!, ¡La carta robada!

Volvíamos a casa contentos, ya anochecido, tarareando valses a voz en cuello, con hambre y ganas de regresar al claro del bosque.

Con el transcurrir del otoño se nos acababan los relatos de Poe, así que abrimos la mano y permitimos nombrar otros cuentos románticos, como las leyendas de Bécquer: ¡El monte de las ánimas!, ¡El beso!, ¡Miserere! A mí me agradaba gritar algún cuento vampírico: ¡Millarca!, digo ¡Carmilla!, ¡Morella!, ¡El vampiro!, porque sabía que a Susana le daban miedo. Ella gustaba más de otro tipo de cuentos. Aunque no rehuía los temas algo truculentos: ¡El soldado y la muerte!, ¡El zar Saltán!, también le gustaban todavía los cuentos infantiles: ¡El rey de los ratones!, ¡Pinocchio!

Pero todo terminó bruscamente el 7 de diciembre, cuando, aprovechando que ya anochecía antes, se me ocurrió una bromita de las mías. Aquél día les permití a ellas comenzar, reservándome para el final. Cuando llegó mi turno, susurré, pero el susurro se escuchó más lejos que ningún grito que hubiera dado antes: ¡Continuidad de los parques! La desencajada cara de mis hermanas me hizo gracia un momento, pero, desde entonces, me he arrepentido de la broma más que de ninguna otra cosa en mi vida, pues ya nunca más volvimos a jugar a románticos.

domingo, 24 de junio de 2018

El hombre que pudo triunfar

Ahora que, después de dejar la basura en los contenedores, aprovecho para echar un cigarro antes de bajar el cierre del búrguer, recuerdo aquél día de verano en que pudo cambiar mi vida.

Era 1981. Si paseabas sin Loden por Princesa, Argüelles o Moncloa, los maderos te paraban constantemente. Mucho peor si llevabas pitillos y el pelo enredado.

Sin embargo, en Usera tus pintas podían ser una mezcla de Iggy Pop y Ozzy, tal como los habías visto en los Popular 1 desde 1978. Además, si cantabas imitando a Freddy Mercury en una banda de rock, pues cojonudo. Y si la banda sonaba bien ya era la hostia.

Porque éramos muy buenos. Charlie, mi guitarrista, era autodidacto, pero sabía hacer hablar a su instrumento. El Christian y el Frenos, al bajo y a la batería, formaban una base rítmica compacta y sin fisuras. Nos pasábamos las tardes y las noches ensayando, después de los curros, hasta que conseguimos un sonido increíble de heavy metal. Mis letras no desentonaban y en nuestro repertorio había tres o cuatro himnos que cerca de cien incondicionales coreaban en los conciertos.

Por eso éramos los favoritos. Después de vernos en un ensayo, El Fortu había comentado con algunos colegas que su grupo no tenía nada que hacer contra nosotros, y que aspiraban al segundo puesto del Rock Villa de Madrid.

Así llegamos a semifinales. El ambiente en el local era brutal, todo el barrio estaba allí metido para ver como arrasábamos. Naturalmente, nos habían colocado los últimos. En teoría se había hecho por sorteo, pero todos sabían que íbamos a ganar. Debíamos ser el colofón de una noche inolvidable.

Pues ¿Qué creéis que pasó cuando salíamos al escenario? Un apagón. No me jodas. Se recuerdan los disturbios que se produjeron en la cárcel de Carabanchel aquél día. Pero pocos hablan de la movida en nuestro concurso. Confusión, gritos, patadas, puñetazos. Unos cuantos aprovechados arramblaron con todo lo que había en el escenario. Desde los micros hasta los amplis. Incluso quisieron arrancarle al Christian el bajo de las manos.

Un desastre. La organización suspendió la semifinal y El Fortu y su banda pasaron a la última ronda, que ganaron con comodidad. Aquél día mi suerte pudo haber cambiado. Pero no me quejo. Tuve mi momento y no lo aproveché. Algunos nunca llegarán a rozar la gloria con la punta de los dedos.

Echemos el cierre, que mañana hay que madrugar.

martes, 23 de enero de 2018

En la casa

¿Cuánto tiempo llevamos en la casa? Una semana, quizás diez días. He perdido la cuenta, aunque intenté hacer una marca en la pared de mi cuarto cada vez que despertaba. Pero no podemos abrir las ventanas y, aunque las abriéramos, no sé si sabría distinguir la noche del día. El frío es tan intenso que la cara de María se mantiene fresca y lozana. Cada vez que paso por la puerta de su habitación la veo ahí, sentadita, y parece que me va a saludar.

La rutina es la misma todos los días. Nos levantamos, comprobamos que siguen ahí fuera, intentamos encontrar algo de comida por todos los rincones, chuperreteamos las bolsas vacías, bebemos agua de las estalactitas que cuelgan del techo del bajocubierta y nos sentamos a esperar. Ya no nos apetecen los naipes, porque los juegos para tres no son divertidos, así que sesteamos durante casi todo el día o hablamos en susurros sobre imposibles planes de futuro.

Deben de haber pasado veinte días y el hambre es insoportable, así que decidimos comernos la parte que dejaron de María. El primer día le toca a Hans hacer los filetitos. Hemos calculado que podemos aguantar tres meses así. Después, si no se han marchado, nos jugaremos al póquer quién muere primero (yo prefiero que sea Hans, que todavía tiene algo de grasa en el cuerpo).

Vale, ya me he hartado. No ha sido tan adrenalínico como prometían. Más bien un poco aburrido. Como tengo más hambre que el perro del afilador, salgo de la casa y pasaré los dos últimos días de vacaciones entre la piscina y el bufet libre del hotel.


martes, 12 de septiembre de 2017

El androide

El androide no contestó.

Ya está. Así debería haber terminado el cuento. Es corto, eficaz y deja a la imaginación del lector lo suficiente para que emplee un par de minutos en imaginar la escena. Y seguramente en la cabeza de los lectores se representaría algo mucho más interesante y misterioso que lo que pasó en realidad con los putos androides.

Pero, ya veis, alguien me dice muchas veces que tengo una enfermedad que no me permite dejar las cosas a medias. La misma que tenía su santidad Sheldon Cooper, que en gloria esté. Por eso, y por mi obsesión por la "accuracy", no tengo más remedio que terminar de contar los tres episodios con androides que he sufrido en el último mes, no sea que alguien lo tergiverse todo después:

1) El androide no contestó. La pregunta era sencilla: ¿Qué me pasa, doctor? Con esa manía mía de llamar doctor a cualquier cosa que lleve una bata blanca. Porque el androide era una cosa. Es verdad que de cintura para arriba parecía una persona. Pero su medio cuerpo estaba colocado sobre un gordo cilindro de unos cincuenta centímetros de grosor que, a su vez, reposaba sobre un eje horizontal. Este, que brotaba de uno de los rincones del cuarto, podía mover al robot por toda la sala con rapidez y eficacia.

La cara que puso el "doctor" antes de darme la mala noticia era un poema. Pero un poema en pareados surgido de la inspiración de un niño de seis años. Los ojos le seguían brillando como si estuvieran contento, con las cejas arqueadas ridículamente. Sólo la boca intentaba parecer triste, pero a mí me resultó irónica cuando pronunció la palabra maldita.

2) El androide no contestó. Aunque tampoco sabía yo si tenía boca, altavoz o algún mecanismo para interrelacionarse con los humanos. Y lo de llamarlo androide era una convención. Porque, en este caso, debería llamarse pulpoide o algo así. Se trataba de un robot de reluciente metal, que consistía en una barra cilíndrica vertical de unos tres metros de alto y cincuenta centímetros de grosor, terminada en una punta ovoide en su extremo superior, y coronada con una graciosa gorra de policía antiguo. De la parte inferior de la barra surgían ocho tentáculos articulados que se movían con aparente anarquía, pero que, en menos de quince segundos, habían instalado cepos en las cuatro esquinas de mí vehículo. Esta vez la multa iba a ser gorda. No se puede bloquear la entrada de ambulancias de un centro de salud.

3) El androide no contestó. Por mucho que se parezcan a un ser humano, no conviene obligarlos a meterse en la bañera. Les salen chispitas.

martes, 13 de junio de 2017

Las picaduras

Lo noté al vestirme por la mañana. La cadera derecha me escocía cuando me subía la ropa. Me miré en el espejo y vi lo que parecían tres picaduras de mosquito formando un perfecto triángulo equilátero con la base horizontal. La separación entre las pequeñas heridas era de unos dos centímetros. Más abajo, a cinco centímetros, otro hoyito más grande, en la vertical de la cúspide del triángulo. La disposición tan geométricamente perfecta de las picaduras me sugirió inmediatamente que allí se podía enchufar algún tipo de dispositivo electrónico.

No le di mucha importancia, porque pensé que algún insecto me había estado picando durante la noche. Y aunque durante las dos siguientes semanas me rascaba de vez en cuando, sobre todo la picadura solitaria, que era de mayor tamaño que el resto y a la que bauticé como toma de tierra, no noté ningún otro efecto adverso.

En realidad los efectos fueron positivos. La mente se me abrió y caí en la cuenta de asuntos que hasta entonces no llenaban mis pensamientos para nada. El primero de ellos fue que empecé a preocuparme por España. El desafío soberanista que venía de Cataluña podía romper mi patria en mil pedazos. Al principio fue una sensación tenue, pero al cabo de unas semanas no tuve más remedio que manifestar mi inquietud de alguna manera. Me inscribí como comentarista en algunos periódicos digitales para los que di mi opinión. Las primeras veces con sosiego, pero, después, con vehemencia, pues la angustia que me produce la desintegración que se nos avecina no me deja dormir tranquilo.

Algo se abrió en mi mente que consiguió que comprendiese muchas cosas. Por ejemplo, que para reactivar la economía hay que favorecer a los emprendedores. Yo, que siempre había pensado que había que proteger al trabajador, caí en la cuenta de que quien crea trabajo es el empresario, y a él es al que hay que facilitarle las cosas para que pueda hacerlo, bajándole los impuestos y flexibilizando la contratación.

Desde que aparecieron mis picaduras procuro vestir bien, no como esos nuevos perroflautas que pretenden gobernarnos y que han hecho de la coleta y de la barba una seña de identidad. En el mercadillo de los lunes he comprado pantalones, camisas y polos de imitación, con grandes logotipos en el pecho, que dan de mi una imagen más acorde con la de una persona respetable. Una pulserita con los colores de la bandera nacional cierra un look trendy (hostia, no sabía que conocía esa palabra, sí que es verdad que se me ha abierto la mente).

Con ese look voy todos los domingos a misa y obligo a mi mujer y a mis niños a ir también. Bueno, a mi mujer no, porque dice que ni loca va ella a oír a un pederasta dar lecciones de moralidad. Y es que es una radical comunista que no tiene respeto por nada. Como no la pique el mosquito vamos a tener que divorciarnos. Ella piensa que todos los curas son pederastas y todos los miembros del gobierno unos corruptos. Pero, como yo le digo, por cuatro manzanas podridas no se pueden echar abajo las instituciones que más defienden la integridad de España de los proetarras e independentistas.

Así que aquí estoy, el día en que mis picaduras ya han desaparecido, en la cola del Servicio Público de Empleo Estatal, a ver si consigo que me renueven los 426 euros de la renta activa de inserción. Con eso, con lo que me da un conocido por echarle una mano en su bar los fines de semana y con lo que mi mujer saca limpiando casas, a lo mejor puedo ahorrar para comprarme ese BMW de segunda mano al que he echado el ojo.

miércoles, 8 de febrero de 2017

Nostalgia. Happy days

Soñé que paseaba por el centro del pueblo, por la calle que va de la Plaza de la Iglesia a la Plaza del Ayuntamiento.

Iba contigo, pero ambos teníamos más de cincuenta años y caminábamos cogidos del brazo, al estilo dominguero de las parejas de los años sesenta del siglo XX.

De repente, en la calle entró un camión enorme, de los que llevan coches en dos pisos. Pero en lugar de automóviles portaba unas tazas enormes, algunas verdes, otras color crema. Sí, esas en las que te metes y das vueltas en las atracciones de feria. Entonces recordé que al día siguiente comenzaban las fiestas del pueblo.

El estruendo del camión era tan grande que, por un minuto, la calle bulliciosa pareció quedar en silencio. Pero nada más pasar el trailer, decenas de niños que, también vestidos de domingo, paseaban por ella, gritaron al unísono, como si hubiesen recibido una orden conjunta, ¡bieeeeen!.

Entonces comencé a llorar desconsoladamente. Porque recordé aquellos lejanos días en los que llevaba a nuestros hijos a la feria y les decía: "Niños, solo podéis montar en tres cosas, así que pensadlo bien". Después se montaban en todo lo que querían. Sí, lloré porque en ese preciso instante caí en la cuenta de que aquellos tiempos nunca volverán. ¿Te das cuenta? NUNCA VOLVERÁN.

Desde entonces me gusta recordar la vez que estaba triste y me metí en tu cama. Y tú me cantaste con un hilillo de voz aquella canción sobre los días felices que volvían para quedarse. Y cada vez que recuerdo intento cubrir un espacio vacío en mi álbum de días felices. Como la tarde en tu porche bebiendo cerveza y charlando con aquellos dos tipos calvos de las chupas de cuero. O los días en la playa que los cuatro dedicábamos a jugar al Guillermo's Tournament. O la noche que los tres pasamos hablando, y en la que decidimos convertir El Caballero Duelista en un musical.

Aunque algunas veces me siento más calentito con los recuerdos, lo más habitual es que note como se me hace otro agujerito en la telilla del alma.

miércoles, 21 de septiembre de 2016

El humo

Yo inicié las guerras del humo. Así de claro. Al haber pasado muchos años desde la conclusión de las contiendas, y ya que nos hemos recuperado algo de sus consecuencias devastadoras, he considerado que es el momento oportuno para reconocer que yo prendí la chispa que incendió el mundo.

Era una mañana de martes y acudía a realizar unas gestiones a la oficina de la Seguridad Social. Entonces no se podía fumar en recintos cerrados, por lo que aproveché que estaba en la calle para encender un cigarrillo. Iba fumando tranquilamente cuando, al adelantar a una persona por su izquierda, exhalé una bocanada, con tan mala suerte, que el humo la alcanzó en pleno rostro.

-Otro hijo de puta fumando, ya me ha echado todo el humo en la cara -soltó el tipo con un tono de voz alto, para que yo lo oyera. En otra ocasión quizá lo habría dejado pasar, pero ese día me tocó las narices, así que di media vuelta para encararme con quien resultó ser un hombre de cierta edad, seguramente ya jubilado, paseando en pantalón corto a un pequeño perro lanudo.

-¿Qué ha dicho usted? -ahí todavía quería conservar yo las formas, y por eso no lo tuteaba-. Estoy en la calle y hago lo que me da la gana -empezando a perder la compostura.

-Pues te vas a fumar a tu puta casa y le echas el humo a tu puta madre -dijo, acercando su cara a la mía, amenazante. Aquí ya notaba yo que la ira me podía y que empezaba a enrojecer.

Pero no pude arrojar a su cara mi respuesta, porque el perrito se abalanzó a morderme el tobillo. Instintivamente, sacudí la pierna de manera exagerada. Parece que el dueño había soltado la correa para enfrentarse a mí, porque el chucho cayó en mitad de la calzada, donde fue arrollado al instante por una furgoneta de reparto.

En otros tiempos la situación habría sido cómica (por lo absurda) y algún lector habría esbozado una sonrisa. Pero en la actualidad a nadie le va a hacer ni pizca de gracia mi relato.

Tras el atropello del perro se terminó de liar parda. El conductor se bajó del vehículo con un cigarrillo en la comisura de los labios, por lo que supe que estaría de mi lado. Otros viandantes se acercaron. Inmediatamente se formaron los dos bandos que han acabado con el mundo tal y como lo conocíamos. Por un lado los dueños de perros y por otro los fumadores. Esta fue la primera batalla de las guerras del humo. Por fortuna no había armas todavía y transcurrió a puñetazo limpio hasta que llegó la policía.

El resto es historia, primero de la ciudad, luego del país y después del mundo. Las redes sociales se encargaron de propagar la "noticia". Una cosa que en principio no parecía ir a ningún lado produjo un encono miserable en casi toda la población.

Y hubo que posicionarse. Si querías a tu perro debías abandonar el tabaco. Si no podías dejar de fumar, debías matar a tu perro. Al principio los dueños de perros eran favoritos en las casas de apuestas, ya que sus razones eran más loables. Sin embargo no hay que subestimar a un fumador, sobre todo si no puede salir a comprar tabaco porque le ataca una jauría. Conseguirá llegar al estanco a punta de pistola, si es necesario.

Ya sabéis cómo se situaron las naciones. Las animal friendlies por un lado y las people friendlies por otro (no se atrevieron a llamarse smoke friendlies). También los mayores de treinta recordaréis el final de las guerras y todo lo que las partes tuvieron que ceder para no terminar con la vida en el planeta.

Ahora, en mis últimos años y sin miedo ya a la muerte, quiero que esta confesión que envío a la nube sirva para recordar que hemos conseguido demostrar empíricamente la predicción einsteniana de que la estupidez humana es infinita.

jueves, 23 de junio de 2016

Me encontré conmigo mismo

Ayer, o antes de ayer, no estoy seguro, acudí a Córdoba para visitar a unos clientes. Suelo aprovechar esta época del año para venir aquí, porque no hay nada que huela mejor en el mundo que Córdoba en primavera.

Sin embargo, empecé a encontrarme mal ya en el AVE. Pasé la noche vomitando y con un dolor muy fuerte en el abdomen. Como esos episodios me suelen durar menos de veinticuatro horas, por la mañana tomé un par de pastillas y, cansado y ojeroso, inicié mi ronda de visitas. Pero a la tarde el dolor era insufrible y no tuve más remedio que acercarme a las urgencias del hospital.

Mientras esperaba allí sucedió algo sumamente curioso. En vez de llamarme por la megafonía, como al resto de enfermos, un empleado entró en la sala, que ocupábamos casi cien personas y, en voz muy alta, pronunció mi nombre. A causa del dolor tardé un poco en incorporarme, lo suficiente para que otro hombre llegase hasta el celador antes que yo, levantando una mano, mientras con la otra se apoyaba en una mujer de pelo largo y negro.

Si me llamase José García lo habría entendido, pero el trabajador del hospital dijo alto y claro: "Arturo Villaranda Castellote". ¿Cuántas personas con ese nombre puede haber en el mundo? Pues hay dos. Y el otro tipo era igualito que yo. Me quedé allí de pie, paralizado. No era como yo, pero era como yo. Quiero decir, no tenía pelo y llevaba gafas, pero el resto era exactamente igual a mí. Mi altura, mis ojos, mi nariz. Bueno, en realidad estaba bastante más cachas que yo.

No había duda de que era yo, y de que la mujer que "me" acompañaba era Charo, aquella morenaza cordobesa que me eché cuando hice la mili en Cerro Muriano, pero con treinta años y kilos más. Sin embargo, ya no pude preocuparme por mi doble. En un momento aparecieron dos o tres celadores más. Quizá eran cinco, pero es que no daba tiempo a contarlos, de lo rápido que se movían. Entre todos me rodearon, me sentaron en una silla de ruedas y me llevaron a una tranquila habitación de espera.

Tras varias exploraciones y análisis hubo un diagnóstico claro: apendicitis, a mi edad. Nadie con quien desahogarme, mi familia a novecientos kilómetros y el acojone previo a la intervención. Casi había olvidado el momento cortazariano de unas horas antes cuando han venido a rasurarme y a que firmara unos cuantos papeles. Al salir la enfermera he escapado hacia el baño, y es cuando he podido escuchar claramente lo que el cirujano decía al anestesista (creo yo que eran ellos) en la sala de al lado: "hay que deshacerse de él, es otro de esos sosias, y las instrucciones de arriba son claras, así que ya sabes lo que debes poner en el cóctel".

Por eso dejo aquí, escondidas en uno de los retretes de la planta de cirugía, estas apresuradas notas tomadas en el reverso de mi consentimiento informado. Amalia, niños, os quiero.

viernes, 29 de abril de 2016

Hombre abandonado en peluquería

Un hombre se encuentra abandonado en el interior de una peluquería. Son las siete de una tarde de febrero en un barrio obrero, dentro de una ciudad dormitorio perteneciente a la corona metropolitana de Madrid.

Ya ha caído la noche. En la calle, estrecha y no también iluminada como debería, no pocos viandantes se dirigen o vuelven de sus últimos recados o de los numerosos bares de la zona, cruzándose con los coches que pasan despacio, pero transmitiendo peligro, como si quisieran atropellar a algún peatón.

A través de sus grandes cristales se puede ver la peluquería, cuya estancia principal tiene unos veinte metros cuadrados y está iluminada con luz fluorescente. En la parte izquierda se sitúa un gran espejo con repisa. Frente a él está sentado nuestro hombre, en el segundo sillón de peluquero, el más alejado de la entrada. A la derecha hay dos puertas cerradas. En la pared del fondo, varios pósteres con fotografías de chicos sumamente bien peinados que te sonríen picarones. Arrimadas a las casi blancas paredes, unas cuantas sillas vacías y una mesita desconchada con revistas desordenadas encima.

El hombre abandonado aparenta setenta años, pero podría tener sesenta. Es delgado y pequeño y se da un aire a un actor secundario que aparecía en películas españolas, pero ya en su época de mayor, en los años noventa. Aunque mantiene la boca cerrada, es fácil imaginarse unos pocos dientes descolocados y amarillos. Tiene el pelo ralo y lacio y peinado hacia atrás, con caracolillos en la nuca. Alrededor del cuerpo, uno de esos enormes baberos azules, dos tallas más grande de lo conveniente, le hace parecer un bebé raro o una crisálida muerta.

Pero lo más sorprendente del hombre abandonado es su postura. A pesar de encontrarse solo en la estancia, mantiene gacha la cabeza, como el toro que espera el descabello, en actitud resignada y doliente. Quizás no ha notado que el barbero se ha ausentado. Quizás está reconcentrado en sus pensamientos. Quizás haya fallecido; pero no, parpadea y le tiembla ligeramente la cabeza.

Me hubiera gustado quedarme para ver salir al peluquero. Lo imagino con una chaquetilla cruzada color verde pastel, asomando por una de las puertas con las tijeras en la mano. Pero la misma ropa suelen usarla los dentistas; ¿y si quien saliera fuese el pedófilo Javier Gurruchaga de "¿Qué he hecho yo para merecer esto!" o el sádico Steve Martin de "La pequeña tienda de los horrores"?. El hombre abandonado corre peligro.

lunes, 22 de febrero de 2016

Después del atropello

Después del atropello mi existencia cambió por completo. Pero a mejor. Cuando desperté del coma, dos meses después, encontré a mi novia al pie de la cama, con rostro cansado, ojos llorosos y sonrisa triste. Me alegré de verla allí, sin pararme a pensar en que antes casi no me hablaba y estábamos a punto de dejarlo. Fue quien me acogió en su casa cuando salí del hospital. Ya no vivía con ella esa especie de bulldog que era su compañera de piso. Y el sexo sin piernas es incluso más satisfactorio.

Con mi familia la cosa tampoco fue mal. Mi madre ya no se quejaba de que no la llamaba nunca. Mi hermano y mi cuñado (el "letrao" y el "arquiteto" los llamaba yo) dejaron de mirarme por encima del hombro, aunque ya no podían invitarme a jugar al pádel. Y mi padre me sonrió un par de veces, o eso creí adivinar.

Pero, si soy sincero, lo que más me impresionó fue el trato que recibí en el trabajo. El primer día me recibieron con canapés y bebidas. Mi sitio se encontraba acondicionado a la nueva situación. Todo el mundo fue muy amable conmigo, hasta Guadalupe, la zorra de recursos humanos. Se acabaron las prisas y los agobios por no llegar a la fecha de cierre, e inopinadamente mi sueldo subió, tanto que pude comprar el coche que necesitaba.

Si el destino me continúa sonriendo, Beatriz y yo nos trasladaremos pronto a una de esas nuevas urbanizaciones que están situadas a la derecha del Padre.

miércoles, 16 de diciembre de 2015

Los espejos

Los primeros días fue casi imperceptible. Pero al cabo de un par de semanas ya todo el mundo se había dado cuenta de que los espejos atrasaban. De curioso pasó a raro y luego a molesto.

Por ejemplo, te estabas pintando los ojos o afeitando y tenías que esperar unos segundos para poder ver el resultado. Pero cada día iba a más. Los expertos calcularon que los espejos atrasaban aproximadamente una décima de segundo al día.

Hubo explicaciones de todo tipo; la rotación del planeta, los campos magnéticos, la vuelta del Mesías, la llegada del fin del mundo, una civilización alienígena, Alicia en el País de las Maravillas, pero ninguna convenció a la mayoría.

Claro que, si me preguntan, yo diría que fue cosa de los fabricantes de electrodomésticos, porque al poco tiempo comenzaron a aparecer los espejos electrónicos, que en realidad no son espejos, sino una cámara con un reproductor de video que gira la imagen. Hemos tenido que acostumbrarnos a ellos, aunque no consiguen del todo la sensación que se tiene ante un espejo de verdad.

Las soluciones naturales, con agua u otras superficies, no han funcionado, porque cualquier espejo que se ha fabricado con ellas se sincroniza inmediatamente con el resto de los espejos del mundo.

Por lo que respecta a los espejos de verdad, ha habido que desechar su uso. Si tienes uno en casa te da unos sustos de muerte. Estás tan tranquilo y al cabo de un ratito pasa tu imagen por la superficie del espejo. Aunque a los niños pequeños les hace mucha gracia, al resto de personas nos acojona un poco. Yo los he tapado, al principio con sábanas, ahora con láminas.

Sin embargo, es una delicia ver los edificios con grandes superficies espejadas. El reflejo tardío de las nubes en ellos es precioso, como un documental de naturaleza, y la gente se para a verlo. Las fotografías que se pueden conseguir son espléndidas.

Precisamente el campo del arte es el único que ha sabido sacar provecho de la anomalía. Yo mismo he presenciado espectáculos maravillosos preparados durante meses por verdaderos genios, ya fueran actores, magos o bailarines, pero que solamente se podían representar un día concreto, pues al siguiente el tiempo de los espejos había cambiado.

Lo malo es que, ahora que me he acostumbrado a los espejos retrasados, empiezo a notar que los cristales se abollan cuando los toco.