jueves, 23 de junio de 2016

Me encontré conmigo mismo

Ayer, o antes de ayer, no estoy seguro, acudí a Córdoba para visitar a unos clientes. Suelo aprovechar esta época del año para venir aquí, porque no hay nada que huela mejor en el mundo que Córdoba en primavera.

Sin embargo, empecé a encontrarme mal ya en el AVE. Pasé la noche vomitando y con un dolor muy fuerte en el abdomen. Como esos episodios me suelen durar menos de veinticuatro horas, por la mañana tomé un par de pastillas y, cansado y ojeroso, inicié mi ronda de visitas. Pero a la tarde el dolor era insufrible y no tuve más remedio que acercarme a las urgencias del hospital.

Mientras esperaba allí sucedió algo sumamente curioso. En vez de llamarme por la megafonía, como al resto de enfermos, un empleado entró en la sala, que ocupábamos casi cien personas y, en voz muy alta, pronunció mi nombre. A causa del dolor tardé un poco en incorporarme, lo suficiente para que otro hombre llegase hasta el celador antes que yo, levantando una mano, mientras con la otra se apoyaba en una mujer de pelo largo y negro.

Si me llamase José García lo habría entendido, pero el trabajador del hospital dijo alto y claro: "Arturo Villaranda Castellote". ¿Cuántas personas con ese nombre puede haber en el mundo? Pues hay dos. Y el otro tipo era igualito que yo. Me quedé allí de pie, paralizado. No era como yo, pero era como yo. Quiero decir, no tenía pelo y llevaba gafas, pero el resto era exactamente igual a mí. Mi altura, mis ojos, mi nariz. Bueno, en realidad estaba bastante más cachas que yo.

No había duda de que era yo, y de que la mujer que "me" acompañaba era Charo, aquella morenaza cordobesa que me eché cuando hice la mili en Cerro Muriano, pero con treinta años y kilos más. Sin embargo, ya no pude preocuparme por mi doble. En un momento aparecieron dos o tres celadores más. Quizá eran cinco, pero es que no daba tiempo a contarlos, de lo rápido que se movían. Entre todos me rodearon, me sentaron en una silla de ruedas y me llevaron a una tranquila habitación de espera.

Tras varias exploraciones y análisis hubo un diagnóstico claro: apendicitis, a mi edad. Nadie con quien desahogarme, mi familia a novecientos kilómetros y el acojone previo a la intervención. Casi había olvidado el momento cortazariano de unas horas antes cuando han venido a rasurarme y a que firmara unos cuantos papeles. Al salir la enfermera he escapado hacia el baño, y es cuando he podido escuchar claramente lo que el cirujano decía al anestesista (creo yo que eran ellos) en la sala de al lado: "hay que deshacerse de él, es otro de esos sosias, y las instrucciones de arriba son claras, así que ya sabes lo que debes poner en el cóctel".

Por eso dejo aquí, escondidas en uno de los retretes de la planta de cirugía, estas apresuradas notas tomadas en el reverso de mi consentimiento informado. Amalia, niños, os quiero.

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