viernes, 22 de septiembre de 2017

Siete músicos relacionados con el crimen organizado

Las mafias del crimen organizado manejan mucho dinero. Por lo tanto, pueden manejar casi a cualquier persona. Incluso el cantante más afamado puede caer en sus redes. Como esto no es una enciclopedia, me limitaré a relatar algunas anécdotas, reales o legendarias, sobre la conexión entre el mundo de la música y el de los negocios sucios.

1. Frank Sinatra y Willie Moretti. Willie Moretti fue manager de Frankie, pues era primo de John Barbato, a su vez primo de Nancy Barbato, la primera mujer de Sinatra. Moretti dirigía una serie de lucrativos garitos de juego en Nueva York y Nueva Jersey. Sinatra había entrado en la Big Bang de Tommy Dorsey, pero en 1941 ya era muy conocido y quería rescindir su contrato para firmar uno mejor. Sin embargo, Dorsey no estaba dispuesto a dejar marchar al cantante. La leyenda cuenta que Moretti hizo al trombonista una oferta que no podía rechazar. Poniéndole una pistola en la garganta lo obligó a vender el contrato con Frank Sinatra, lo que hizo, según cuentan, por un dólar. Dicen que en esta historia se inspiró Mario Puzo para contar la relación, que aparece en El Padrino, entre Vito Corleone y su ahijado Johnny Fontane. Parece que Sinatra incluso cantó en la boda de la hija de algún miembro de la familia Moretti.

Se rumorea que Sinatra también tuvo una estrecha amistad con Sam Giancana, jefe de la mafia de Chicago, quien lucía un anillo de zafiros regalo del cantante. El cómico Jackie Mason se quejaba de que, habiéndose burlado de Frankie en uno de sus números, recibió amenazas de miembros del clan Giancana.

2. Dean Martin y Sam Giancana. Dino, quien trabajó como transportista de alcohol durante la ley seca, parece que también tenía conexión con la mafia de Chicago, aunque lo negó siempre y nunca se dejó fotografiar con ellos. Según cuentan, en sus primeros años de carrera, actuó en algunas salas que los mafiosos regentaban en la ciudad del viento. Cuando llegó a ser una estrella supo agradecerlo. Si Sam Giancana decía: "traedme a Dean Martin, lo necesito para diez días", el cantante acudía presto a la cita. Y a los mafiosos les gustaba el estilo latino de Martin. Una vez se le oyó decir en una actuación en Atlantic City: "si tiran aquí una bomba, el crimen organizado sería erradicado en un momento". También se le atribuye una amistad con Anthony Fiato "El Animal", un gangster de Los Ángeles quien, según dicen, le ayudó a recuperar el dinero que unos estafadores habían timado a su exmujer Betty McDonald.

3. Xavier Cugat y Al Capone. El músico gerundense, que triunfó en Hollywood partiendo de la nada, trabajaba también para la mafia. En alguna entrevista Cugat confesó: “Los casinos de Las Vegas pertenecen a la mafia, y solo en un conglomerado como el de esta ciudad pueden pagar los millonarios sueldos que cobran los artistas, yo incluido. Trabajé en un casino de Al Capone durante cinco años y él firmaba los cheques. Todos trabajamos para la mafia, pero no soy más que un músico. Y si no quiere perder una pierna, cíñase a lo que le digo." Se rumorea que la mafia le ayudó a arreglar los papeles de dos de sus esposas, que eran menores de edad cuando se casó con ellas, y que recurrió también a la organización para convencer a su tercera mujer, Lorraine Allen, de que se divorciara de él.

4. Ronnie Wood, Ringo Starr y Carlos Lehder. Movámonos hacia el sur, a donde se trasladaron los negocios turbios en la segunda mitad del siglo XX. El narcotraficante colombiano Carlos Lehder, que había conseguido, en los años setenta, que el cártel de Medellín fuera el más rico del mundo, amaba el rock. A finales de 1978 se encontró en una fiesta de París con Ronnie Wood y lo convenció, casi lo obligó, según cuenta el Stone, para visitar su isla privada de Cayo Norman, en las Bahamas. Hay que tener en cuenta que estos capos de la droga no estaban acostumbrados a que se les llevase la contraria. Ringo Starr, que se encontraba en la fiesta, se apuntó también al bombardeo. En la isla, Lehder había hecho construir un estudio de grabación en el que los dos músicos "trabajaron" cerca de un mes. Se dedicaban a tocar, a componer y a disfrutar de la vida, las estrellas y las montañas de droga. Únicamente fueron liberados de su "secuestro", cuando el narco se vio obligado a dejar la isla para atender sus negocios.

5. Héctor Lavoe y Pablo Escobar. Nochevieja de 1980. El empresario artístico Larry Landa ha contratado a Lavoe, junto con una banda salsera (en la que estaban Ismael Rivera, Gilberto Colón o Vicentico Valdez) para cantar en la casa de Pablo Escobar. El contrato era para tocar hasta las dos de la madrugada. Pero el empresario había perdido un vuelo y no pudo estar en la actuación para defender a los músicos. Los anfitriones los obligaron a seguir tocando a punta de pistola. Dicen que interpretaron El cantante diez veces seguidas hasta que se plantaron. Entonces los encerraron en un cuarto de baño del que escaparon por un ventanuco, llegando hasta la carretera para tomar un taxi. Al día siguiente, alguien les llevó al hotel sus instrumentos y una disculpa.

6. Juan Gabriel y Gilberto Rodríguez Orejuela. Enero de 1989. Los amigos del líder del cártel de Cali le quieren dar una sorpresa por su cincuenta cumpleaños y contratan al divo de Juárez para una actuación privada en su finca. Doce canciones por medio millón de dólares. Al finalizar una canción, Juan Gabriel, que había estado bebiendo con el Chepe Santacruz, número tres del cártel, le da un intenso beso a Gilberto, entre las risas de algunos asistentes, sobre todo el Chepe, del que algunos dicen que había preparado la broma. Pero el jefe no se lo toma a bien y se enfurece con el cantante, a quien tienen que sacar en helicóptero de la finca porque Rodríguez Orejuela quería matarlo. Esta anécdota la cuenta en términos parecidos un hijo del narco en su libro "El hijo del ajedrecista".

7. Valentín Elizalde y El Chapo Guzmán. El narcocorrido tiene sus orígenes en el corrido que nació con la Revolución Mexicana. Numerosos cantantes del género han sido amigos, empleados o enemigos de los grandes cárteles de la droga. El coche en el que viajaba Valentín Elizalde, conocido como el Gallo de Oro, recibió al menos 70 disparos en la madrugada del 25 de noviembre de 2006, muriendo el cantante, su mánager y el chófer. La versión más bizarra del porqué de su muerte atribuye ésta a una canción. El intérprete del género norteño parecía ser amigo del jefe del cártel de Sinaloa, El Chapo Guzmán. Llevaba en su repertorio un corrido, titulado "A Mis Enemigos", que supuestamente era un mensaje de El Chapo a sus adversarios. Se dice que la noche de su asesinato, Elizalde cantó ese tema en Reynosa, precisamente frente a Los Zetas, banda enemiga de los de Sinaloa. Uno de los más violentos sicarios de Los Zetas, apodado El Hummer, fue el supuesto autor del asesinato, menos de una hora después de la actuación.

Aquí está la letra de una canción peligrosa:

Y esto va pa' toda la bola
de envidiosos, aija,
y de que se murieron los quemados.
Siguen ladrando los perros
señal que voy avanzando,
así lo dice el refrán
para aquellos que andan hablando
de la gente que trabaja
y que no anda vacilando.
Al que no le vino el saco
pídalo a su medida
conmigo no andan jugando
pa' que se arriesgan la vida.
Traigo una súper patada
y los traigo y ya en la mira.
Para hablar a mis espaldas
para eso se pintan solos
por que no me hablan de frente,
acaso temen al mono.
Y ya saben con quien se meten,
vengan a rifar la suerte.
A mi nadie me dio nada,
todo lo que tengo es mío,
con el sudor de mi frente
he logrado lo que he querido,
solo la vida le debo
a mis padres tan queridos.
Navojoa como te quiero,
Guasave tierra querida,
siempre que me ando paseando
los extraño sin medida,
luego llego de pasada
a visitar a mi familia.
Sigan chillando culebras,
las quitaré del camino
y los que en verdad me aprecian
aquí tiene a un amigo,
y ya les cante este corrido
a todos mis enemigos.


martes, 12 de septiembre de 2017

El androide

El androide no contestó.

Ya está. Así debería haber terminado el cuento. Es corto, eficaz y deja a la imaginación del lector lo suficiente para que emplee un par de minutos en imaginar la escena. Y seguramente en la cabeza de los lectores se representaría algo mucho más interesante y misterioso que lo que pasó en realidad con los putos androides.

Pero, ya veis, alguien me dice muchas veces que tengo una enfermedad que no me permite dejar las cosas a medias. La misma que tenía su santidad Sheldon Cooper, que en gloria esté. Por eso, y por mi obsesión por la "accuracy", no tengo más remedio que terminar de contar los tres episodios con androides que he sufrido en el último mes, no sea que alguien lo tergiverse todo después:

1) El androide no contestó. La pregunta era sencilla: ¿Qué me pasa, doctor? Con esa manía mía de llamar doctor a cualquier cosa que lleve una bata blanca. Porque el androide era una cosa. Es verdad que de cintura para arriba parecía una persona. Pero su medio cuerpo estaba colocado sobre un gordo cilindro de unos cincuenta centímetros de grosor que, a su vez, reposaba sobre un eje horizontal. Este, que brotaba de uno de los rincones del cuarto, podía mover al robot por toda la sala con rapidez y eficacia.

La cara que puso el "doctor" antes de darme la mala noticia era un poema. Pero un poema en pareados surgido de la inspiración de un niño de seis años. Los ojos le seguían brillando como si estuvieran contento, con las cejas arqueadas ridículamente. Sólo la boca intentaba parecer triste, pero a mí me resultó irónica cuando pronunció la palabra maldita.

2) El androide no contestó. Aunque tampoco sabía yo si tenía boca, altavoz o algún mecanismo para interrelacionarse con los humanos. Y lo de llamarlo androide era una convención. Porque, en este caso, debería llamarse pulpoide o algo así. Se trataba de un robot de reluciente metal, que consistía en una barra cilíndrica vertical de unos tres metros de alto y cincuenta centímetros de grosor, terminada en una punta ovoide en su extremo superior, y coronada con una graciosa gorra de policía antiguo. De la parte inferior de la barra surgían ocho tentáculos articulados que se movían con aparente anarquía, pero que, en menos de quince segundos, habían instalado cepos en las cuatro esquinas de mí vehículo. Esta vez la multa iba a ser gorda. No se puede bloquear la entrada de ambulancias de un centro de salud.

3) El androide no contestó. Por mucho que se parezcan a un ser humano, no conviene obligarlos a meterse en la bañera. Les salen chispitas.